jueves, 10 de junio de 2010

Un día como hoy

“Dando guerra”, así resume mi madre cómo vine al mundo. Yo, condenada a vivir nueve meses en la barriga de mi madre bajo el nombre de “inquilino” porque me empeñé en llegar al mundo pisando fuerte, de pie y con una pierna arriba que impedía ver si se trataba de Jaimito o Andreíta.

No habían pasado siete meses cuando mi madre rompió aguas. Ella, por supuesto, ni se enteró. “Oye, que no te has orinado, que estás de parto” debieron decirla.

Mi madre, Adela, llamó a mi abuela, también Adela, y como en el trabajo no tenía nada que llevar al hospital se pasaron por el Corte Inglés a por un par de camisones.

Les costó contactar con mi padre, por aquello de que un abril de 1985 lo del móvil no se llevaba y porque mi progenitor, Juan, estaba en una reunión con el ministro de Educación de turno. Al final consiguieron contactar con él, y él, el profesor sindicalista, mi padre, llegó antes que mi madre al hospital. “Deben de estar en el Corte Inglés”, le dijo a la comadrona. Ella no lo creía, pero poco después aparecieron mi madre y mi abuela con bolsas delatoras colgando de sus manos.

Yo no nací aquel caluroso día de abril por ser demasiado pequeña. Eso sí, condené a mi creadora a permanecer 21 días en el hospital. Fue el 10 de junio de ese mismo año cuando produje esa cicatriz que junto con la de la peritonitis parte su tripa.

Tampoco me tocaba nacer, pero esta vez no fui yo quien rompió el saco. Lo juro. La cuestión es que nací casi a los nueve meses de la hora “h” de ese día “d” que calculo que se dio en septiembre.

3 kilos y 125 gramos y 51 centímetros de Andrea. Nada. Mi madre asegura que me soñó poco antes de dar a luz. La misma cara, las mismas manos, pero no acertó en lo del sexo. Hay semanas del mes en que maldigo el día en que no me llamé Jaime.

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