jueves, 4 de mayo de 2006

CUENTO SIN TÍTULO

Era el verano perfecto: alejados de los problemas, las prisas, los humos, las tensiones... Se respiraba aire fresco y el color del mar, el agua clara y limpia, relajaba las miradas. El sol les golpeaba en la cabeza, pero el calor desaparecía con la brisa suave mientras que la humedad se pegaba al cuerpo.
Estaban solos y a miles de kilómetros de casa. Incluso, sin querer evitarlo,
se habían olvidado los móviles en las habitaciones.
La crema les protegía el cuerpo y se bronceaban pero sus bocas saladas se secaban.
La lancha iba rápida y saltaba de vez en cuando si alguna ola se sublevaba. Diego buscaba la arena y no perdía de vista el fondo. Le impresionaba como la lancha resbalaba sobre el mar.
De vez en cuando extendía una mano e intentaba agarrar todo el agua. Comparaba su textura con otras, pero ninguna le hacía sentir lo mismo.
Viendo esa paz sentía que no había nada igual. ¿En qué lugar estaría mejor? Se dejaría caer y encontraría el fondo, el mar le acariciaría y se relajaría en lo hondo. Las lágrimas se harían parte del océano y el dolor se aliviaría con una corriente de agua caliente. Todo quedaría atrás.
Quizá por eso el mar le infundía tanto respeto. Le llamaba.
Pero la voz se hizo reconocer y no era quien él pensaba. Una ola hizo saltar la lancha bruscamente y Diego se aferró a las cuerdas de esta. Ya había elegido. Estaba con la gente a la que quería, los problemas quedaban atrás.
Diego les miró, el salto de la lancha les había asustado y en sus caras todavía se veía reflejado el pánico. Entonces, se empezaron a reír de las caras de todos y cada uno de ellos.
Diego respiró hondamente, cogió la cantimplora y bebió agua dulce.

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