domingo, 11 de noviembre de 2007

LA OVEJA AMARILLA

Llegó a España para despedirla un mes después de unas calurosas vacaciones. Esperaba que el sol tiñiera de marrón su piel, mas lo hizo de rosa. Su pelo amarillo, que no rubio, destacaba ante las señoritas castañas. Parecía un segundo sol, eso debió pensar él cuando se la encontró.
Lo que parecía un romance estival se transformó en un profundo amor de la danesa a la paella valenciana y más tarde al cocido madrileño, pues tras idas y venidas desde su Dinamarca natal terminó por mudarse a Madrid tras acabar sus estudios. Y todo para vivir con él. Era un principio de mujer cuando cambió la caída del sol de las seis de la tarde por la de las ocho, pero sin más decidió apostar por el chico y alejarse de su familia, sus amigos y sus paisajes. Aprendió un idioma con una letra que ningún otro país pronuncia, comprendió que además del fútbol, la siesta es el deporte nacional, sufrió los mosquitos del verano y los despertares después de una noche de sangría. Militó en un partido político, pues se sintió una más en la península que Manolo había construído para ella, y votó porque siguiera así.
El tiempo le dió la razón. Se casaron, tuvieron tres preciosas hijas que conservaban el calor de su padre en sus gestos y la belleza árida de su madre. Nunca pensaron en otro envejecer que no fuese el del uno con el otro. Casi llegaron a los sesenta cuando él, víctima de una horrible enfermedad, dijo adiós a su rubia y al mundo. Se quedó sola, con hijas, pero sin pareja. Además ellas ya tenían sus vidas paralelas. No obstane, Inger decidió quedarse aquí, en un lugar que era el suyo desde que dejó los secos veranos y fríos inviernos para ver cómo el cambio climático destrozaba las estaciones en España, pero de la mano de su Manolo.

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