Una de las cosas que remendé hace años fue mi inexplicable devoción por las casualidades. Llega un momento que crees que la consecución de casualidades no es tan casual y te lías, te fías de ellas, te aferras y las aceptas como Biblia.
Eso te pasa cuando todavía eres un libro en blanco. Conoces a un tío, todo apunta a él y corres el peligro de caer en la convención social del destino. Y es que, digan las señales misa, no hay causa en estas casualidades. Si te restriegas un poco los ojos te das cuenta que son más cosas de princesas y hadas que del mundo mortal. Es una ensoñación sin sentimiento. Te crees que todo pasa porque hay una predestinación. De ahí sacas una historia de romeos y julietas y te la crees. De aleteos gástricos nada de nada.
Las casualidades existen, sin embargo, no forman parte de una historia hasta que realmente comienza. Ésas son las buenas. Te das cuenta a posteriori, ahí reafirman, ahí valen.
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