No habían pasado siete meses cuando mi madre rompió aguas. Ella, por supuesto, ni se enteró. “Oye, que no te has orinado, que estás de parto” debieron decirla.
Mi madre, Adela, llamó a mi abuela, también Adela, y como en el trabajo no tenía nada que llevar al hospital se pasaron por el Corte Inglés a por un par de camisones.
Les costó contactar con mi padre, por aquello de que un abril de 1985 lo del móvil no se llevaba y porque mi progenitor, Juan, estaba en una reunión con el ministro de Educación de turno. Al final consiguieron contactar con él, y él, el profesor sindicalista, mi padre, llegó antes que mi madre al hospital. “Deben de estar en el Corte Inglés”, le dijo a la comadrona. Ella no lo creía, pero poco después aparecieron mi madre y mi abuela con bolsas delatoras colgando de sus manos.
Yo no nací aquel caluroso día de abril por ser demasiado pequeña. Eso sí, condené a mi creadora a permanecer 21 días en el hospital. Fue el 10 de junio de ese mismo año cuando produje esa cicatriz que junto con la de la peritonitis parte su tripa.
Tampoco me tocaba nacer, pero esta vez no fui yo quien rompió el saco. Lo juro. La cuestión es que nací casi a los nueve meses de la hora “h” de ese día “d” que calculo que se dio en septiembre.
3 kilos y
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